Cynthia Gorney, una escritora que colabora con la National Geographic, siguió el título de su artículo “No estamos hechos para esta nueva normalidad”con esta introducción: “En tiempos peligrosos, nuestro impulso humano más profundo es acercarnos unos a otros, justamente lo que se nos ha pedido que no hagamos”(1). Ella está en lo cierto. Hemos sido creados para recibir consuelo del toque suave y la presencia de nuestros amados.
Los psicólogos han investigado la dinámica del apego humano durante décadas por medio de una condición experimental que se denomina la “situación del extraño”, en la que un niñito finalmente es reunido con uno de sus padres después de breves momentos solo y, en forma subsiguiente, en la compañía de un extraño. El niño que tiene un apego seguro se recupera rápidamente del estrés ligero que le causó la separación al buscar y recibir consuelo físico y emocional de su cuidador. El niño que tiene un apego inseguro deja entrever conductas que muestran que la respuesta del padre es inesperada, no digna de confianza o una amenaza al bienestar del niño. La clasificación de apego que resulta de la “situación del extraño” como segura, insegura o desorganizada anticipa de qué manera el 70 por ciento de los niños enfrentará sus emociones, relaciones cercanas y aun su confianza (emocional) en Dios* 16 a 20 años más adelante.
Para muchos, algunos de los momentos más humanos de celebración y angustia están teniendo lugar detrás de máscaras faciales, de mantener el distanciamiento físico (social) o en el aislamiento. No hemos sido hechos para esta “nueva normalidad”. Pero tenemos que adaptarnos.
¿Por qué adaptarse?
¿Por qué adaptarse? Si used es como muchos de nosotros, puede que haya estado en cierto estado de negación respecto de la duración y el curso de la pandemia. Los expertos desde el comienzo hablaron de que duraría de meses a años. No, pensamos, todo pasará, y seguimos y seguimos avanzando. No hemos sido hechos para esto. No hemos sido hechos para cuarentenas. No hemos sido hechos para saludar a nuestros seres queridos a la distancia, sin abrazos ni besos. No hemos sido hechos para evitar rostros amigables. A pesar de ello, los expertos estaban en lo cierto. Según el lugar del mundo donde uno viva, esta “nueva normalidad” continuará durante un tiempo y con sus propias particularidades.
La historiadora médica y la “investigadora de la plaga” Gianna Pomata señala en su entrevista de julio de 2020 para The New Yorker (2), que la pandemia produce cambios sociales sísmicos. Algunos terminan mejorando las cosas a pesar del elevado costo humano y, en algunos casos, las cualidades humanas importantes y preciosas se ven minimizadas o se pierden. El cambio puede producirse delante de nuestros mismos ojos. Puede que nos tengamos que adaptar a más cosas de las que podemos comprender a esta altura.
¿A qué nos adaptamos?
Inicialmente, cuando irrumpió la crisis, los expertos de salud mental se enfocaron en cómo hacer frente a las múltiples amenazas que produjo el COVID-19. Al afrontar, uno trata primordialmente de proteger la situación propia actual mientras espera que pase el evento negativo. Adaptarse significa que uno acepta elementos de la nueva realidad y realiza cambios en uno mismo y en su vida para vivir dentro de una nueva realidad. Esto es lo que se suele denominar “la nueva normalidad”, cambiando las maneras en que socializamos y aprendemos a vivir con incertidumbre mientras continuamos con tanto de la “vieja normalidad” como sea posible. Permítame darle un ejemplo:
Cuando visitamos otro país en el que nunca hemos estado, no hablamos el idioma y no tenemos ni familiares ni amigos, no nos ponemos a aprender el nuevo idioma o procuramos vestirse como los locales. No nos preocupamos sobre cómo nos vamos a ganar la vida, y acaso probemos la comida local solo si nos sentimos con ánimo de aventura. Afrontamos la situación usando el teléfono celular para ir a diversos lugares, el traductor de Google para comunicarnos, y llevamos los elementos básicos que nos permitan llegar al fin de la visita. Pero si somos inmigrantes, la cosa cambia. Es necesario aprender el nuevo idioma, comprar los alimentos que se consigan en el lugar y cultivar una red social. Hay que adaptarse, regresarse a la casa, o sentirse sumamente infeliz. Para muchos, la adaptación no resulta fácil.
Mi esposa y yo estábamos mal preparados para nuestra “nueva normalidad” cuando emigramos a los Estados Unidos. No hablábamos inglés. Nuestros títulos académicos no se traducían en empleos inmediatos. Y la parte más difícil: Extrañábamos a nuestros familiares y amigos. No estábamos hechos para esa “nueva normalidad”. Con el tiempo, por la gracia de Dios, llegamos a ser “estadounidenses”. No en el sentido de que pasamos desapercibidos en comparación con nuestros vecinos, pero sí porque nos adaptamos y desarrollamos una identidad bicultural: una buena combinación de la “vieja normalidad” y la “nueva normalidad”. La adaptación lleva tiempo, en particular porque “nuestro impulso más profundo es el de acercarnos unos a otros”, mientras aprendemos a vivir con el riesgo constante de contagiarnos del COVID-19.
¿Cómo nos adaptamos?
¿Cuál es esta “nueva normalidad?” La “nueva normalidad” se encuentra en emergencia y desarrollo. Tiende a estar llena con una combinación de lo que sabemos, combinado con lo que resulta incierto y posiblemente peligroso. Además de las máscaras faciales, el distanciamiento social, el frecuente lavado de manos y Zoom, necesitamos dos elementos esenciales para adaptarnos:
“Normalizar” la incertidumbre y el riesgo sin volverse complaciente.
Saber para qué estamos hechos — no solo comprender para qué no estamos hechos. Afirmar e implementar para qué estamos hechos tanto como sea posible protegerá nuestra salud emocional.
La normalización de la “nueva normalidad”
Los investigadores libaneses Hiba Takieddine y Samaa AL Tabbah (3) creen que además del impacto directo de las vidas perdidas, los empleos que fueron suspendidos o desaparecieron, los fondos de jubilación que se vieron reducidos, y los problemas que presentan los cambios drásticos y repentinos en nuestra manera de practicar el comercio, la educación y los viajes, la “nueva normalidad” también requiere flexibilidad para mantenernos al día y seguir las pautas mientras avanzamos y retrocedemos entre las diversas etapas de riesgo. Puede que se produzcan cambios permanentes o al menos prolongados al trabajar desde nuestro hogar, participar de reuniones por Zoom y aun en la manera de participar de los cultos de la iglesia. ¿Cuánto cree usted que le llevará hasta que se sienta cómodo de dar la mano a un extraño, o no entre en pánico si alguien a su lado tose o estornuda o, en ese sentido, sienta que si usted estornuda no lo percibirán como un “asesino serial” en potencia? Sí, se necesita flexibilidad, paciencia, humor y fe. Seguimos las recomendaciones de salud pública y evitamos actuar con presunción pensando que Dios nos va a cubrir con sus alas cuando todo lo que tenemos que hacer es cubrirnos la cara. Evitemos métodos no comprobados de protegerse del virus.
Pomata, la historiadora médica, nos cuenta de una creencia y práctica popular durante la “Peste Negra”, cuando las personas pensaban que la peste era causada por el “aire no saludable”, como el que provenía de la brisa del mar. Se pensaba que los obreros que limpiaran las letrinas eran inmunes. Por ello, algunos se confinaban durante horas en medio de los desechos humanos para inhalar el aire “medicinal”. Si usted adoptara una práctica semejante, ¡eso por cierto mantendría a los demás a una “distancia social” de dos metros! Pero ni esa práctica ni los demás así llamados remedios “populares” lo protegerá del COVID-19. La complacencia es el enemigo.
En términos prácticos, se requiere de tiempo hasta que la mente entiende lo que uno comienza a ver como un cambio en potencia permanente y no solo pasajero. El desafío de la normalización se ve magnificado por la incertidumbre y el riesgo de infección. ¿Cómo aprendemos a cohabitar con los riesgos, mientras continuamos con una vida “normal”? Cuando estaba completando mi capacitación de grado en psicología en Argentina, el país era gobernado por una dictadura militar que era conocida por la detención ilegal, la falta de proceso legal, la tortura y la muerte posible en manos de las fuerzas del gobierno. Mi institución educativa era un semillero de lo que el gobierno consideraba como una “cueva de terroristas”. No era inusual ser observado por policías vestidos de civil.
Una palabra equivocada, un lugar equivocado, un compañero de clases equivocado podía costarnos la vida en el mejor de los casos, o de lo contrario llevarnos a sufrir torturas. Estoy muy lejos de haber sido un héroe, pero seguí yendo a clases, me mantuve activo en la iglesia y socialicé con mis compañeros. Me adapté, pero pagué un precio, Tuve una mini reacción postraumática cuando mi cerebro no logró diferenciar rápidamente entre el casco de un agente de tránsito de Los Ángeles y el casco del oficial de Argentina que hizo que el grupo de jóvenes de mi iglesia tuviera que ponerse contra la pared con las manos en alto mientras nos apuntaba con un arma. Con el tiempo, uno aprende qué hacer y qué evitar, confiando en la protección de Dios y cultivando la certeza de la “normalidad real”: estamos en verdad hechos para el cielo.
En otras palabras, en medio de la pandemia, nos informamos sobre qué hacer, qué evitar, siguiendo a expertos dignos de confianza, mientras colocamos nuestra mente en la “nueva normalidad” de la eternidad. No fuimos hechos ni para la “antigua” ni para la “nueva normalidad”. Fuimos hechos para la eternidad.
Carlos Fayard, PhD, es profesor asociado y director del Centro de Colaboración de la Organización Mundial de Salud para la Capacitación y la Salud Mental Comunitaria en el Departamento de Psiquiatría de la Escuela de Medicina de la Universidad de Loma Linda. Es autor del libro “Christian Principles for the Practice of Counseling and Psychotherapy” [Principios cristianos para la práctica de la consejería y la psicoterapia].